#4 Una Noche en Manila al borde del Caos
En medio de una erupción y la intensa incertidumbre, comparto el valor de las estrategias de regulación emocional como un ancla, incluso, estando en el ojo del huracán.
Hay momentos en que el caos se apodera de nuestra realidad, desmoronando todo lo que damos por sentado. En esos instantes, la verdadera fortaleza radica en nuestra capacidad para mantenernos firmes, incluso cuando todo a nuestro alrededor se derrumba.
12 de Enero de 2020. Era domingo, y me encontraba en Manila, listo para regresar a Madrid. Había disfrutado de unos días reunido con amigos para celebrar la Nochevieja, bucear y disfrutar del calor tropical de sus islas. Ese último día, todo cambió sin previo aviso.
Pasé todos los controles de seguridad y me encontraba en la fila esperando la llegada de mi avión. Pero algo no iba bien. El retraso del embarque aumentaba sin explicaciones, los pasajeros estaban inquietos; nadie nos decía nada.
No sabía qué ocurría, la tensión era palpable. Las auxiliares de vuelo, parecían inquietas aunque contenidas, repitiendo sus frases de manera robótica por mero protocolo. Decidí ir a comprar una bebida, vi que algunos pasajeros en otros vuelos comenzaron a abandonar sus filas. El cielo estaba gris, parecía que había una ligera lluvia; no era motivo suficiente para que los vuelos se cancelaran.
Al pasar por una tienda, la agitación se hizo más clara. La gente hablaba con nerviosismo, mirando la televisión. Fue entonces cuando lo supe: el volcán Taal, a 60 kilómetros al sur de Manila, había comenzado a hacer erupción. La columna de ceniza alcanzaba ya los 15 kilómetros de altura.
Todo comenzó a cobrar sentido. La erupción había alterado el tráfico aéreo, y el aeropuerto se convirtió en un caos. Las aerolíneas no daban respuestas, y la inquietud se apoderaba de todos. Decidí salir de la zona de embarque y dirigirme a los mostradores.
El panorama era anárquico. Centenas de familias sentadas o de pie, rodeadas de maletas; niños llorando, adultos confundidos. A medida que pasaban las horas, la falta de información solo empeoraba, y el bullicio crecía, insoportable.
Un auxiliar explicó en voz alta, que no podían hacer nada por el momento. Los vuelos estaban suspendidos, y no había soluciones inmediatas. Nos pedían paciencia, pero la incertidumbre era lo único seguro. El ambiente se crispó por la tensión.
Decidí que ya no podía quedarme allí esperando. Salí del aeropuerto y tomé un taxi hacia un hotel con recepción de 24h que reservé con el móvil.
Mi mente estaba llena de pensamientos. Sabía que el martes debía trabajar y que mis pacientes me esperaban, pero pronto me di cuenta de que eso era lo de menos. Había algo mucho más urgente.
Mientras me dirigía al hotel, la ciudad estaba cubierta por una neblina densa. Al salir del aeropuerto el tráfico estaba agitado, pero kilómetros después las autopistas estaban extrañamente vacías, como si el mundo se estuviera deteniendo.
Al salir del taxi, el ambiente era opresivo, el aire espeso como si todo estuviera envuelto en una capa pesada de incertidumbre. Las calles estaban vacías y la poca gente que había, caminaba rápidamente cubriéndose la boca con mascarillas. Era como estar en una película de terror: la ceniza volcánica caía como nieve, y la ciudad entera parecía detenida, atrapada en una suspensión fuera del tiempo.
En la habitación del hotel, me senté en el borde la cama. Conecté la CNN Filipinas en la televisión. La verdadera realidad de lo que estaba ocurriendo me golpeó entonces. Los científicos hablaban con urgencia sobre la magnitud de la explosión por la erupción, la posibilidad de que en las próximas horas o días se produjera una catástrofe humanitaria sin precedentes.
No podía creer lo que veía.
Miles de personas estaban siendo evacuadas de áreas cercanas afectadas por la ceniza y los flujos piroclásticos. Las autoridades emitieron alertas de nivel 4, indicando que una erupción explosiva era inminente. Más de 300,000 personas fueron afectadas y 10,000 familias evacuadas.
Era imposible escapar del impacto de la noticia... Filipinas, que ya luchaba con tantos problemas, una erupción así sería devastadora. Estaba atrapado en una ciudad lejana y en riesgo, mientras las imágenes seguían invadiendo la pantalla. Esa sensación de impotencia estar en el centro de un desastre, sin poder hacer nada, me golpeó.
Recuerdo la columna de humo iluminada por relámpagos, una visión impresionante y aterradora, recordándome la belleza de la naturaleza y su brutal poder, capaz de cambiarlo todo en un instante. Pensé en la fragilidad de la vida, y en lo pequeño que me sentía.
Ahí estaba yo, solo en esa habitación de hotel. Mi preocupación inicial sobre no poder regresar al trabajo a tiempo, era ridículo frente a la magnitud del problema. Pensé en lo relativamente cerca que estaba el volcán; recordé las barriadas repletas de casas apiñadas de familias sin recursos, extendiéndose decenas kilómetros.
La incertidumbre iba más allá de cuánto tiempo tendría que quedarme allí, o si los vuelos se reanudarían. Aunque estaba seguro en el hotel, la sensación de poder quedar atrapado en una catástrofe inminente me pesaba. Pensé en mi familia y seres queridos.
Al buscar vuelos, la mayoría del tráfico aéreo del país estaba suspendido por la nube de ceniza. Los precios subían rápidamente, superando los 6000 euros, pero al intentar comprar, los asientos desaparecían. En medio de la posible catástrofe, la desesperación era palpable: todos querían salir, pero las salidas se cerraban una tras otra.
Me invadió una sensación de inquietud, sentí como si el aire se volviera más espeso, más difícil de respirar. Mi pecho comenzó a apretarse, y el bombeo de mi corazón se hizo más notorio, más rápido. Mis manos se empezaron a entumecer, y un nudo se formó en mi estómago. Cada pensamiento parecía más pesado, más difícil de sostener.
En ese momento, la regulación emocional se convirtió en mi salvavidas. La meditación que había aprendido en viajes pasados e implementado en mi vida diaria, me ayudó a encontrar una calma que parecía imposible en medio de esa tormenta. Me centré exclusivamente en reenfocar mi mente y rebajar la activación de las alarmas de mi cuerpo. Sentado en la cama del hotel, cerré los ojos y comencé a practicar Vipassana: observé mi respiración tranquila, cómo el aire entraba y salía, aceptando los pensamientos que venían a mi mente y las sensaciones corporales de las emociones.
No recuerdo cuánto tiempo estuve, seguramente al menos una hora. La ansiedad no desapareció de inmediato, pero comencé a notar que recuperaba mi anclaje. No podía controlar la erupción ni el desorden que me rodeaba, pero sí podía controlar cómo reaccionaba ante ello.
Mi cuerpo ya no daba señales de “alarma”, y mi mente se despejó cuando recuperé la calma, después de ese tiempo centrado en meditar. Reevalué la situción constructiva y positivamente. Pensé que había otros aeropuertos en el norte de la isla que podrían estar operativos. Decidí que lo mejor era actuar lo antes posible. Mi plan era encontrar un aeropuerto alternativo, antes de que los vuelos se agotaran por completo. Había uno a 90 km al norte de Manila. Comencé a hacer un cuadro con las combinaciones de vuelos posibles para regresar a casa.
Al comprar los vuelos, no podía hacer más, asi que simplemente comí algo e intenté descansar.

A las 4 de la mañana, después de una noche de sueños de inquietud, salí del hotel y me dirigí al centro de Manila. El aire era denso y opresivo.
La ciudad parecía tan activa como un día cualquiera. Era un lugar bullicioso e inseguro, según me habían advertido. Las calles estaban congestionadas y una sensación de desorden palpable.
Seguí las indicaciones de cómo llegar al aeropuerto, pero lamentablemente no logré encontrar el transporte que me habían indicado en el hotel. Los horarios y puntos de embarque eran muy desorganizados, un lío total. La gente no tenía ni idea de cómo ayudarme, y me quedé esperando en vano. El tiempo pasaba y comenzaba a ser posible que perdiera el vuelo.
Respiré; la calma era necesaria de nuevo por encima de todo.
Fue entonces cuando conocí a un taxista, un hombre mayor que, a pesar de todo lo que sucedía, se mantenía calmado. Me dijo que nunca había hecho ese desplazamiento, que no sabía ni dónde estaba, ni cuánto cobrarme, pero que no me preocupara. Con una actitud positiva que contrastaba con la desesperación, me dijo: "No te preocupes, amigo. Aquí todo se arregla, solo hay que ir con calma."
Ese hombre fue un milagro. El taxista me habló de su vida como conductor, de cómo siempre trataba de ayudar a los demás, y a pesar de las dificultades, había logrado sobrevivir en una ciudad tan compleja. Me recordó, lo importante que es mantener una actitud positiva, incluso en medio de la tormenta. Me decía bromeando: "Esta ceniza es mala, pero ¡la contaminación que tenemos es peor! Lo bueno es que la vida continúa".
Su calma me hizo pensar en lo difícil que debe ser vivir en un lugar tan afectado por desastres naturales, pero también en lo resilientes que son las personas que, a pesar de las adversidades, siguen adelante con esperanza. Su serenidad se convirtió en una fuente de apoyo mientras avanzábamos por las carreteras desordenadas hacia el aeropuerto. Mientras él conducía y hablaba, yo seguía practicando ejercicios de atención plena mientras respiraba conscientemente.
El viaje al aeropuerto fue largo y lleno de intranquilidad por llegar a tiempo. Finalmente, llegamos al aeropuerto internacional de Clark. No tenía pesos filipinos, le pagué los dolares de mi fondo de emergencias que siempre llevo en mis viajes. Dentro del coche, llamó a su cuñado para estar seguro de lo que le pagaba; se alegró mucho al saber que se llevaba casi una mensualidad de trabajo. Bien merecida.
La sensación de haber tomado acción y de haber encontrado una manera de salir de allí en medio del desasosiego, me dio una gran alivio. Me despedí de mi nuevo amigo con el corazón en la mano.
Al fin conseguí embarcar hacia Seúl. La experiencia no terminó con mi llegada a Corea del Sur, ya que en esa etapa del viaje, me encontré con temperaturas invernales de -10º bajo cero mientras viajaba con ropa de verano, y aún pasé por Rusia para regresar, pero esa ya es otra historia...
Afortunadamente, la erupción nunca llegó a producirse. Días después todo quedó en un susto, aunque la amenaza sigue latente, ya que el Taal es uno de los volcanes más activos y peligrosos del mundo.
Lo que quiero compartir contigo es que, en medio de las adversidades, la verdadera fortaleza no está en controlar lo que sucede a nuestro alrededor —no siempre es siquiera posible—, sino en cómo manejamos lo que ocurre por dentro. Cuando las emociones amenazan con desbordarnos, es fundamental detenernos y encontrar esa calma que nos permita tomar el control de los pensamientos y emociones. La meditación me ha enseñado a crear ese espacio de serenidad, y a frenar la reacción del cuerpo y la mente que suele impulsarnos a la desesperación. Ese refugio momentáneo me permitió pensar con claridad y actuar con decisión, en lugar de dejarme arrastrar por el pánico.
En tiempos de incertidumbre, lo único que realmente podemos controlar son nuestras respuestas. Y es en esa capacidad de autorregularnos donde radica la habilidad para enfrentar cualquier desafío, interno o externo, que se nos presente en la vida.
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Estas son mis “Notas personales”, una sección dentro de Dinámica Mente donde cada mes, me aparto de los tecnicismos y la ciencia para escribir de manera más personal y cercana. Aquí, comparto mis pensamientos con un toque más humano, celebrando el placer por escribir, un espacio para que el diálogo sea más cercano entre nosotros.
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