#8 La marca de la vergüenza que aún habla por nosotros
Sobre lo que hacemos de niños para no perder el amor, y los escudos que aún nos esconden.
Estas son mis “Notas personales”, una sección mensual de Dinámica Mente, donde me aparto de las teorías para escribir de manera más personal. Aquí no busco enseñar, sino compartir pensamientos desde mi piel, que se encuentran con lo humano —tan mío como tuyo—.
Hay reglas no escritas que nos marcan como hierro candente desde muy temprano. No aparecen en ningún código, compendio o manual; nadie las dicta en voz alta. Pero operan como una fuerza aplastante.
Son las leyes invisibles que permiten la pertenencia, el vínculo. Las absorbemos sin saber que las estamos aprendiendo: qué se puede mostrar y qué es mejor ocultar, qué mantiene a nuestros seres queridos contentos, qué nos acerca al calor de la validación y qué nos expone al riesgo de ser excluidos.
Quiero que recuerdes cómo de niños bastaba una cierta mirada, un silencio, un tono específico, un gesto facial que seguramente no olvidas...
Esos intentos de corrección, en momentos sensibles, bastan para que algo dentro de nosotros se reconfigure. Ahí se fortalece un proceso de adaptación, sin cálculo ni raciocinio, solo una necesidad emocional profunda.
La ley tácita afirma: así debes ser si quieres seguir perteneciendo. Aprendemos que hay emociones que es mejor callar, preguntas que conviene no hacer; hay acciones que pueden ser castigadas sin necesidad de gritos y golpes, solo con la retirada de la aprobación.
Para un niño, la pertenencia dentro del vínculo no es un deseo, es una urgencia vital como alimentarse. Sentirse incluido, sostenido, validado, es el equivalente emocional de respirar. Por eso la exclusión —aunque sea sutil, temporal o implícita— activa un dolor que no puede ponerse en palabras. En ese espacio de aflicción sin palabras, nace la vergüenza.
Y se encarna en el cuerpo. En la mano fría e invisible que atenaza la garganta, el pecho, o el estómago. En el ardor de la cara.
Hablamos poco de esa vergüenza primordial —tal vez porque estamos muy ocupados intentando ocultarla—. No de la que aparece ante el error puntual o la torpeza social, hablo de esa experiencia más profunda, más estructural: la sensación de ser esencialmente inadecuado. No por lo que uno hace, sino por lo que uno es.

Recuerdo la etapa en la que comencé el colegio (la E.G.B. en aquel entonces), llegando a aquella escuela sin hablar el idioma. Lo que no recuerdo es cómo lo aprendí.
Unos meses después, llamaron a mis padres para reunirse con ellos. Ellos estaban preocupados, al no poder expresarme ni comprender bien las clases.
No dieron crédito a lo que les contaron: dijeron que era un niño muy bien comportado e inteligente, avanzando adecuadamente en los aprendizajes… pero que era muy hablador en clase.
Más allá de la anécdota, lo que no sabían es que mi fluidez iba más allá de un logro por ser un chico “listo”. Era una protección emocional. Había aprendido que hablar bien rápidamente, encajar, destacar por lo positivo, me protegía de ser visto como “diferente”. El raro. El que no sabe hablar. El que no forma parte. Más profundamente, me acercaba al afecto de los otros niños y de los adultos: los profesores, y también de mis propios padres.
En cada casa hay reglas tácitas. Hay que ser educado, correcto, cumplidor. Una determinada mentalidad y creencias. Mostrar (o no) ciertas emociones o comportamientos. Hay familias en las que mostrar tristeza, rabia o fragilidad implica tensión, silencio, desaprobación. Nos adaptamos al entorno para seguir accediendo al amor que, en esa lógica infantil, solo se llega si se hace bien las cosas.
Los niños no se esfuerzan por ser el “bueno”, “listo” o “obediente” por los premios, sino por no ser excluidos o rechazados en el vínculo. Aprenden a afinar la percepción emocional, a anticipar expectativas, a moldearse para encajar. Aprenden a leer el clima emocional en casa. Aprenden cuándo callar, cuándo bajar la mirada. Un entrenamiento inconsciente para ser expertos en agradar y en evitar fricciones.
No hacerlo puede traer el silencio, la crítica, los gestos que imprimen la sensación de estar decepcionando. Se instala como una vigilancia constante sobre lo que se dice, lo que se siente, lo que se muestra. Aunque aparecen actos de rebeldía contra esto — especialmente en la adolescencia—, los jueces del exterior se absorben, y siguen funcionando en automático, internamente, para evitar cruzar esa línea invisible que activa el rechazo, la exclusión.
Este patrón no desaparece con los años, se vuelve más sofisticado, pero sigue operando. Se transforma en la autoexigencia constante, en el miedo al juicio, en el impulso de mostrarse eficaz, autosuficiente, admirable, exitoso. Podría interpretarse desde fuera como madurez, pero por dentro, sigue vigente el mecanismo de protección.
Me di cuenta de esa vigencia durante mi formación como terapeuta. En clases, seminarios y supervisiones, muchas veces tenía una idea o una inquietud que me habría gustado compartir, pero me la tragaba. Sentía cómo el cuerpo se tensaba, cómo se aceleraba el corazón. No era miedo escénico, sino una antigua alarma que avisaba “cuidado, estás a punto de exponerte”.
El temor a parecer ingenuo, a sonar torpe, poco sofisticado, desalineado con las expectativas de los maestros. Desde luego, no admirable ni preparado, y la inseguridad silenciosa al escuchar a profesores o compañeros más avanzados, se sumaba al cocktail interno.
Preguntar, dudar, querer aprender algo que no se sabe... todo eso puede activar la vergüenza de nuevo. Como si admitir que no lo sabemos todo volviera a convertirnos en el niño insuficiente que lucha por la validación de los adultos. Como si el error o el desconocimiento fuera una falta moral, y no parte elemental de todo aprendizaje humano.
Para protegerse de la vergüenza en los entornos sociales, muchos desarrollan una versión que se muestra fuerte, segura, pulida. Que no falla. Que no duda. Que controla. Pero en esa versión no siempre hay espacio para lo auténtico, para la fragilidad de lo que se siente por dentro, ni para la verdadera expresión de uno que no —necesariamente— encaja.
Esa es la marca que deja la vergüenza: no tanto el miedo a fallar en sí, sino la convicción de que “la falla” tiene consecuencias afectivas. Que el error o equivocarse puede hacernos indignos de validación o aprobación —de amor—. Que mostrarse como uno es —con su torpeza, su necesidad, su incertidumbre— puede ser suficiente para perder su lugar.
Mientras esa creencia profundamente arraigada no se cuestione, seguimos actuando desde ella. Ocultándonos. Corrigiéndonos. Exigiéndonos. Acomodando nuestras vidas a una lógica emocional que se gestó cuando apenas entendíamos el mundo, pero que sigue modelando nuestras decisiones adultas.
En otros, se adoptan estrategias opuestas. La crítica constante. El sarcasmo. La necesidad de tener la razón. La urgencia de mostrarse siempre por encima, social, moral o intelectualmente. No hay malicia en muchos de esos actos, solo una armadura.
Muchos de los rasgos que hoy etiquetamos como narcisismo no son otra cosa que la defensa desesperada de un Yo que un día se sintió profundamente avergonzado, inferior, excluido, invisible. Personas que luchan cada día para no volver a sentir esa herida. Que buscan cubrirse con logros, de atraer la admiración y validación, de negar sus vulnerabilidades, para no volver a sentir ese dolor.
Pura protección.
La lógica interna codificada, es: si estoy arriba, nadie puede hacerme sentir que estoy abajo, no pueden señalarme mis errores, no volveré a sentirme inadecuado.
Entender esto no lo justifica todo, pero humaniza y ayuda a dar sentido al comportamiento de determinadas personas.
Por otro lado, abre una puerta para dejar de vivir en modo defensivo, para soltar la urgencia de demostrar valor, y empezar a explorar qué se siente al vivir sin exceso de exigencia ni perfección.
Tal vez lo más difícil es dejar de obedecer esas antiguas leyes internas que ya no protegen, pero que restringen con bloqueos y limitaciones mentales y relacionales. Reconocer que no somos el niño de entonces, que no dependemos de esos mecanismos para ser valiosos.
Aunque hay cicatrices que no desaparecen, podemos dejar de definirnos desde ellas. Construir una imagen y sentimiento de uno mismo —un Self— valioso, no debe depender del juicio ajeno ni de un continuo auto-perfeccionamiento, sino de la certeza íntima que somos dignos de valor y de pertenencia, incluso con nuestras fisuras, incluso cuando dudamos o fallamos.
Esa dignidad ya está conquistada, solo necesita recordarse.
Hugo
PD: ¿Te removió algo por dentro estas Notas Personales? Apreciaré tus comentarios, compartir el texto o un clic en 'me gusta'. Siempre agradezco saber que estás del otro lado. 👇
Gracias por estar ahí y leerme.
Si eres seguidor y aún no te has suscrito, te animo a que me apoyes suscribiéndote. Es gratis y estaremos en contacto en tu email todas las semanas.
Me ha llegado a un lugar muy profundo que estaba buscando y no encontraba. Esa rotura de autoestima por ser la constante inadecuada que ya no sabe como hacer las cosas para que los demás estén contentos, y que parece que por más que se esfuerza nunca es suficiente. No terminaba de encontrar ese sentimiento de vergüenza del rechazo. Y ahora que lo veo, también veo lo fuerte que es mi capacidad de ocultación y de hacer como que no ocurrió.
Qué curioso me parece que ante situaciones que ambos nos hacían sentir lo mismo, vergüenza, tu actuases como el chico perfecto, y yo como la chica solitaria.