#6 El día que me miré al espejo y vi a un desconocido.
Si la vida avanza con inercia, solo queda una elección: resignarte o empezar a reconstruirte. Un relato sobre la desconexión y el camino de regreso a uno mismo.
Hay un tipo de cansancio que no se quita durmiendo.
Aparece lento, cuando cada día se siente como una copia borrosa del anterior. Las mismas acciones, las mismas rutinas. En algún punto dejas de elegir y empiezas a funcionar en automático. Es el desgaste al avanzar por inercia, en una vida que no sientes tuya.
Me desperté aquella mañana, activando la misma secuencia de movimientos mecánicos para arreglarme, con la mente perdida en el día que me esperaba. Igual que el día anterior. Igual que todas las semanas. Como si todo estuviera programado siguiendo un guion.
Entonces me miré en el espejo: el mismo rostro, algo cansado, la mirada algo más lánguida, pero algo en la expresión me resultaba ajeno. No había tristeza, ni satisfacción. Solo la incómoda sensación de estar sosteniendo una vida que no era la mía. El reflejo parecía que fuera alguien más, mirando con extrañeza.
Mantuve la mirada con ese extraño... ¿Cuánto tiempo más voy a seguir así?
En aquel entonces, trabajaba en una empresa del sector farmacéutico. Un trabajo estable, bien pagado, con horarios decentes.
Llegué allí tras un colapso. No era mi "plan A". Me esforcé en la universidad para terminar con una buena nota media, hice prácticas extras en distintos centros, lo di todo. Subí cada peldaño… hasta que la escalera se partió en seco.
El panorama era sombrío: en plena crisis económica, incertidumbre y pocas oportunidades… La situación política mantenía a mi profesión en un limbo, sin una regulación clara que permitiera a los recién formados ejercer. Presentarme a una oposición era el siguiente paso. Con poco margen sabía que iba a necesitar más tiempo después de presentarme. Pero estaba agotado, después del examen no podía enfrentar otro año de estudio.
Lo que había construido durante años chocó contra un muro. Necesitaba estabilidad. Hay veces que la vida no te pregunta qué quieres, solo te arrastra como la corriente de un río.
Sentí un profundo agradecimiento después de ser seleccionado. Independencia económica, estabilidad, seguridad. Me mudé al centro de Madrid, disfrutaba plenamente de la ciudad, viajaba. Durante una temporada funcionó, parecía suficiente.
Fue un bálsamo… hasta que dejó de serlo.
Jornadas muy intensas, picos de trabajo altamente estresantes, acompañados de la presión por alcanzar objetivos. El pan de cada día era apagar incendios y evitar errores, que traían más carga y penalizaciones. No importaba cuánto resolviera, siempre había algo más.
En realidad, el trabajo no me disgustaba. Sencillamente, me daba igual, estaba completamente desconectado de todo ese esfuerzo. Me preguntaba cada cierto tiempo, ¿qué coño hago aquí?.
Para sostener mi motivación, ponía imágenes de lugares a los que quería viajar en el fondo de pantalla del ordenador. Me llenaba de vida ver todas esas fotos de Asia, como si fueran una ventana hacia el mundo desde el interior de una celda.
Los domingos por la tarde pesaban como una losa. Esa sensación densa en el estómago, el pensamiento insistente de que tras unas horas de sueño todo empezaría de nuevo.
Los días se volvieron idénticos. Viernes, lunes. Un mes. Seis meses. Un año.
Me preguntaba qué sentido tenía. Me atenazaba una opresión en el pecho, el conflicto entre el miedo a perder lo que tenía y no tener expectativa de cambio, de alternativas, de algo más allá de ese bucle. Solo una repetición constante, un papel bien aprendido interpretado con precisión.
Trabajar. Dormir. Repetir. Otra elección ya no parecía una opción.
Cuando rechazas algo, lo sientes visceralmente. El rechazo, el enfado o la rabia son señales de que algo tiene que cambiar. Pero cuando la indefensión y la indiferencia se instala, te adormece. Te dice que sigas. Que hay que aguantar. Que es lo normal vivir así.
No fue un evento catastrófico lo que me hizo replanteármelo. Fue una conversación con una amiga.
Ella estaba atrapada en una relación abusiva. Pasábamos horas hablando, la escuchaba sin juzgarla, le hacía preguntas para que pudiera ordenar sus pensamientos. Unas veces señalaba sus contradicciones; otras solo devolvía sus palabras para que pudiera escucharse con más claridad. Una noche charlando, se quedó en silencio un momento y me miró.
—Tú vas a volver a la psicología.
—No lo sé… estoy bastante quemado —dije.
—Escúchame... Puedes dudar, puedes resistirte, pero volverás. Ese es tu camino. No importa cuánto te alejes, regresarás porque siempre será parte de tu esencia.
Sus palabras fueron un reflejo de un fragmento de mi interior, una verdad ineludible. Había pasado esa etapa diciéndome que este era mi camino temporal, pero lo estaba aceptando como definitivo. Eso es lo que hace la resignación. Se disfraza de estabilidad. De madurez. De decisión propia.
Los grandes giros en la vida no suelen llegar de golpe. No renuncié al día siguiente, ni abandoné todo de repente. Los cambios importantes rara vez suceden así.
Pero sí empecé a abrir espacio. Me inscribí en el programa de especialización en psicoterapia de una reconocida sociedad profesional. A pesar de la inversión económica, y el sacrificio por el cansancio y poco tiempo tras el trabajo, poco a poco, volví a mirar en la dirección que había dejado atrás.
Y aunque al principio me sentía fuera de lugar, como si fuera un impostor, algo dentro de mí comenzó a encajar otra vez. Era volver a mí.
En esas clases, seminarios y supervisiones, no solo hablaban de pacientes y situaciones clínicas. Hablábamos con nuestros propios fantasmas, nos confrontábamos con nuestros propios conflictos. Aprender a ejercer la psicoterapia va más allá de teoría y técnicas, implica atravesarla en carne propia.
En medio de ese tránsito y reconstrucción, sentí algo que no había sentido en mucho tiempo: reconexión.
Nos desquicia aceptar que no tenemos el control absoluto sobre las cosas que deseamos que sucedan. No podemos controlar el cuándo ni el cómo, pero sí podemos mantenernos en el camino, seguir conectados con lo que nos vitaliza, incluso cuando parece lejano.
Hay decisiones que necesitan un intervalo de maduración, y la capacidad de resistir la incertidumbre. Y hay oportunidades que aparecen solo cuando hemos crecido lo suficiente como para ser capaces de verlas y aprovecharlas.
En medio de ese proceso personal, comprendí algo que cambió mi forma de ver nuestras metas: hay sueños que no mueren, ni deben morir. Son semillas que necesitan tiempo, construcción y un momento de oportunidad.
Durante unos años pensé que había perdido mi camino; lo sentía como un fracaso. Pero a veces, son esas etapas que creemos perdidas las que nos preparan para lo que realmente queremos.
Meses después de atravesar todo aquel proceso de transformación personal y profesional, volví a mirarme en el espejo. Esta vez, ya no sentí extrañeza. Había dejado el trabajo, viajado a aquellos lugares que solo veía en la pantalla, y por fin, comenzado a ejercer.
No fue inmediato, ni fácil para mí. Al mirarme en el espejo, me vi de verdad. Reconociéndome en mi reflejo.
Hugo
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Estas son mis “Notas personales”, una sección dentro de Dinámica Mente donde cada mes, me aparto de los tecnicismos y la ciencia para escribir de manera más personal y cercana. Aquí, comparto mis pensamientos con un toque más humano, celebrando el placer por escribir, un espacio para que el diálogo sea más cercano entre nosotros.
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Me he estado viendo en el espejo últimamente. Y aunque mi reflejo me gustaba, siento que cada vez me aproximo más a ser un desconocido. Qué pasa cuando esos sueños que tuviste ya los has cumplido y sin embargo te das cuenta que no estás lleno? Que al cumplirlos se convierten en rutina pesada. Y te vuelves robot en tu propio sueño. Intentas cambiar el espejo para ver si el marco dorado disimula el reflejo del desconocido en el que te estás convirtiendo. "No culpes al espejo si tu rostro es deforme..." dijo Gogol (creo). Lo que me lleva a pensar que ni los sueños cumplidos te llegan a sostener cuando tu alma es inquieta. Y qué le dará quietud? Tal vez nada y siempre te verás como un extraño en el espejo.
Fueron años duros para todos. Mi escalera también se partió en seco y aunque me fui del país, al volver también acepté ese trabajo que te da igual y con el que no vas a ninguna parte, que es tan estable, como estresante, como monótono y no te aporta nada. También sentí la pesada losa del fracaso. Tomé otras decisiones aunque creo que sigo en el camino de la incertidumbre/ construcción esperando el clic mental que me lleve a donde realmente quiero estar.
Un abrazo.