#7 Lo que perdimos al dejar de tocarnos
Una reflexión íntima acerca de crecer en un mundo analógico, y la crisis corporal de nuestra era digital.
Crecí en una España analógica, en barrios donde la vida transcurría entre las calles y parques, de rodillas con cicatrices por caerse de la bici o jugando con balones desgastados. La vida se tocaba, se olía y se vivía intensamente por la tarde hasta que llegaba la noche.
La calle era escuela y refugio, todo era físico, palpable, real. Descubríamos el mundo —y a nosotros mismos— a través de los sentidos, de golpes, de risas y lágrimas.
Los primeros vínculos y rechazos ocurrían frente a frente, con nervios a flor de piel y una transparencia imposible de ocultar. Si alguien te gustaba, lo sabías y lo sabían: tartamudeos, sonrojos, silencios incómodos, gestos torpes que revelaban más que cualquier palabra escrita.
Recuerdo con nitidez aquella noche de junio en la fiesta de fin de curso. Detrás de mi colegio, escondidos en un portal, nervioso, inseguro y emocionado, sentí la intensidad del primer beso con aquella chica que me gustaba. Más allá del acto físico, siendo unos críos nos abrió una puerta hacia la intimidad: la vivencia del deseo y de conexión real con otro ser humano.
Los primeros años de la adolescencia nos llevaron también a las discotecas "light", donde, con música dance demasiado alta y batidos Okey con hielo en vaso de tubo —como copas—, practicábamos torpes rituales de acercamiento. Eran ritos iniciáticos de la vida relacional, y también de nuestro despertar sexual. Aprendíamos cómo manejar la atracción, el deseo o el rechazo, en un entorno tangible.
Cada interacción, cada contacto, era una exploración inocente e inevitable. Ingredientes de una fórmula que nos desarrollaba emocionalmente. No existían filtros ni distancias digitales que suavizaran la incomodidad, pero tampoco nada que mitigara la alegría de sentir la reciprocidad en el Otro.
También estaban esos amores fugaces de verano, cargados de intensidad y urgencia, sabiendo que acabarían. Nos escribíamos cartas, contándonos nimiedades del día a día que parecían brotar sin filtro, regalando fragmentos de nuestra vida a esa persona especial. Qué ilusión recibir respuesta, abrir el sobre, leer la carta varias veces memorizando frases... Yo acortaba distancias con llamadas nocturnas desde cabinas telefónicas; o desde mi primer móvil, enorme e incómodo, escribiendo SMS abreviados al límite para ahorrar caracteres.
Más allá de toda la tecnología que llegó para acercarnos —la misma que años más tarde nos ha atrapado y aislado—, lo esencial siempre fue el encuentro real, chocando nuestras emociones con las de la otra persona, intentando descifrar los misterios detrás de una mirada, afrontando contradicciones y frustraciones, lidiando con rechazos y pérdidas.
Vivimos en una época que, aunque parece más abierta, libre y sin tabúes, nunca había generado tanta confusión, ansiedad y represión emocional en torno al cuerpo y la sexualidad.
Estudios recientes en EE.UU. indican que las nuevas generaciones tienen progresivamente menos sexo.1 Entre el 20-28% de los adultos jóvenes no han tenido relaciones sexuales antes de cumplir los 25 años2. Más de la mitad de los adultos de 18 a 34 años no tienen pareja — lo cual podría explicar la disminución en la intimidad—3. Por otro lado, las horas dedicadas a las pantallas —frecuentemente más de siete al día— correlacionan directamente con mayores tasas de ansiedad y depresión45.
Muchos jóvenes están creciendo detrás de pantallas; aparentemente conectados pero profundamente aislados. No experimentan plenamente las relaciones interpersonales ni toda la complejidad emocional que estas conllevan.
Se convierten en espectadores de su propia vida, observando el mundo desde la falsa seguridad de una vitrina digital, sin arriesgarse a la conexión auténtica, desordenada y profundamente humana, que nos prepara para la vida.
Aquella “escuela analógica” de la vida parece estar cerrando.
Esta pérdida de corporalidad no afecta únicamente a los más jóvenes. Cada vez más, todas las generaciones estamos cediendo terreno a gratificaciones e interacciones mediadas por la red —Instagram, Whatsapp, IAs, Tinder, Pornhub, etc.—. Vivimos una auténtica fragmentación relacional. Parece que la modernidad líquida de la que hablaba Zygmunt Bauman se ha acelerado hasta convertirse en una licuadora existencial que gira tan rápido que fragmenta la capacidad para crear vínculos sólidos y significativos. Emergen profundos problemas psicológicos y sociales que apenas comenzamos a comprender.
Desde la perspectiva psicodinámica, la sexualidad va más allá que un acto físico; es una forma básica de conexión con nuestra vitalidad y de intimidad con todo ser humano.
La necesidad humana de conexión física y emocional seguirá intacta porque está grabada en nuestros genes. Es parte de nuestra salud vital y emocional, y no satisfacerla produce consecuencias en nuestra estabilidad psicológica. El consumo continuo de plataformas que ofrecen gratificaciones inmediatas pero superficiales, dejando un vacío emocional que ningún estímulo digital puede llenar plenamente.
Recuperar nuestra corporalidad y sexualidad implica aceptar nuestra vulnerabilidad inherente, abrirnos al contacto real, humano y cercano, aun cuando esto conlleve el riesgo del rechazo o el dolor de la pérdida.
Tal vez, en un futuro distópico, aquellos que conocimos un mundo analógico seamos vistos como defectuosos o irrelevantes, recordando al "salvaje" de la novela Un mundo feliz de Aldous Huxley, quien fue rechazado por una sociedad fría y tecnológica, pero que encarnaba la auténtica libertad emocional y corporal.
Como él, necesitamos rescatar esa autenticidad frente a la esterilidad afectiva generada por la interacción digital. Necesitamos sentir; tocar y ser tocados; “mirar y ser mirados”. La corporalidad en la intimidad y las relaciones, seguirá siendo una necesidad humana, universal y atemporal, un contacto genuino que nos conecta con esa primera experiencia en el mundo a través de la piel de nuestra madre. Un contacto genuino con el que sentimos una fuerza vital que da sentido y riqueza a nuestra existencia.
Hugo
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Twenge, J. M., Sherman, R. A., & Wells, B. E. (2017). Declines in Sexual Frequency among American Adults, 1989–2014. Archives of Sexual Behavior, 46(8), 2389–2401.
Ueda, P., Mercer, C. H., Ghaznavi, C., & Herbenick, D. (2020). Trends in frequency of sexual activity and number of sexual partners among adults aged 18 to 44 years in the US, 2000-2018. JAMA Network Open, 3(6).
Instituto Nacional de Estadística. (2023). Estadísticas de matrimonios: Nupcialidad, edad media al matrimonio y estado civil.
Coyne, S. M., Stockdale, L., & Summers, K. (2019). Problematic cell phone use, depression, anxiety, and self-regulation: Evidence from a three year longitudinal study from adolescence to emerging adulthood. Computers in Human Behavior, 96, 78–84. https://doi.org/10.1016/j.chb.2019.02.014
Twenge, J. M., & Campbell, W. K. (2018). Associations between screen time and lower psychological well-being among children and adolescents: Evidence from a population-based study. Preventive Medicine Reports, 12, 271-283.
Me ha encantado esta nota personal, cómo capturas esa nostalgia tan nuestra, de cuando vivíamos sin pantallas. Ojalá nunca se pierda esa corporalidad de la que hablas.
Qué tiempos aquellos donde la tecnología nos acercaba a los demás en el mundo físico. Lo curioso es que todos los proyectos digitales que acercaban personas en el mundo físico han cerrado, porque perdían el tiempo de atención de sus usuarios.